Tuesday, October 02, 2007

De andamios por estaciones de ferrocarril moradas o Sobre "Tras los adioses últimos" de Manuel Maples Arce

Los párrafos bajo estas líneas rinden un
pequeño tributo a un poema de Manuel
Maples Arce. De la pluma de alguien
que va Tras los adioses últimos.

Muchas veces he tenido la ocurrencia de asociar a las personas con colores. Y así Andrés es verde militar, Diego verde fosforescente, Iván es color naranja y Gabriela es fucsia. Carla es verde también, sin embargo, no se parece en nada a Andrés. Alfredo es azul celeste y yo, particularmente, considero que soy de color morado. Morado oscuro, por favor. Nada de pastel.

Además de las personas, sé que seguramente muchas otras cosas tendrán un color que a mis instancias las identifiquen. Mi casa, por ejemplo, es azul envejecido y crema. Mi antiguo cuarto fue rosa viejo, rosa de los años cincuenta, y así lo recordaré siempre. También son de colores la música, los sabores, los olores y más recientemente le he encontrado un color a uno que otro poema.

Hallé, para mi deleite, un poema del mismo color que yo. Un poema morado. Sin embargo no se queda en el color. También suena. Tiene el ritmo acompasado y la cadencia del vapor impulsado hacia los pistones que apremian a las bielas para que hagan girar las ruedas en un movimiento de manivela, sacando así a la locomotora de la estación, alejándola por el horizonte y arrastrando por los rieles los vagones cargados de gente que van levantando polvo a su paso.

A ratos trato de imaginarme la locomotora. Una Baldwin, una Delaware & Hudson o quizás una vieja De Witt Clinton.

Los versos transcurren en una estación de ferrocarriles mexicana a principios de los años 20 del siglo pasado. El cuadro es color sepia, pero al blanco y al negro del sepia clásico en vez de agregársele amarillo, se le agregó algo de pigmento morado.

La tarde tiene un fuerte y penetrante olor acre que impregna los pañuelos blancos que se agitan en patrones regulares en manos de las personas que desde los andenes los utilizan en señal de despedida a los ocupantes de los carros de pasajeros. ¿Será en la del Ferrocarril Interoceánico? ¿En la del Ferrocarril al Pacífico? ¿O será en la del que va hasta Alvarado? ¿En qué estación comienza la ausencia?

Un silbato de vapor, también de color morado, anuncia la partida del ferrocarril. La clave Morse del telégrafo en la oficina envía mensajes a otras estaciones haciendo que a ratos (solamente) se rompa la distancia.

La estación se encuadra en una ciudad moderna, donde el hierro empieza a dominar y todo se va automatizando. ¿Estará impulsada aún por el vapor la locomotora que parte? O ¿estaremos despidiendo más bien a una locomotora eléctrica? El sol vespertino baña los anuncios luminosos y las vidrieras de estas calles. El aleteo mudo de los insectos pareciera tomar volumen con sólo observarlo. La vida transcurre en esta urbe sepia-morado y como es normal, poco a poco se va agotando.

Completa el cuadro un individuo que se despide de algo que ya no regresa, quedando pálido en su recuerdo. Algo que se pierde en una ciudad eléctrica y veloz; en la Estridentópolis de Manuel.

Puede parecer, sí, un tema del corazón, pero lo que para mí resalta entre todo el sepia-morado es ese tópico urbano y cosmopolita de los años 20 que vieron nacer al Estridentismo. Casi un siglo después puedo, como Manuel, estar parada en un andén, en una ciudad igual de estridente, donde ya todo es eléctrico, donde fue reemplazado el telégrafo luego de múltiples mutaciones, pero donde la ciudad sigue siendo “una ferretería espectral”. Donde ya sin ondear los pañuelos blancos nos damos los “adioses últimos”. Arrastrados por la urbe, por el “fru-fru inalámbrico” y el “ascensor eléctrico” nos alejamos de todo, de nosotros mismos. Donde sentimos una inexplicable pero permanente ausencia. La pérdida de lo que nos supera. Solos. Y al darme cuenta de esto, “despachos emotivos desangran mi interior”.






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