Monday, December 03, 2007

De no andar por la vida en piloto automático (y de lo que eso implica).

La existencia transcurre en una casi inquebrantable rutina. Las ganas de quedarse enredado entre las cobijas y la oscuridad de la minúscula habitación se ven interrumpidas cada mañana por el chirrido del despertador puesto en snooze al menos unas 5 veces. Hay noches de insomnio en las que me encuentro dando infinitas vueltas sobre la cama y alrededor de mis pensamientos. El reloj marca las 3:00 a.m., tomo el teléfono: uno, dos, cinco repiques y saco de entre las sábanas a alguien con el sueño inversamente proporcional al mío. Me agradece por despertarle, le agradezco el poco de sosiego que me brinda para poder conseguir unas horas de sueño.

1, 2, 3, 4… no puedo saltar ninguno de los pasos a seguir antes de partir a mi lugar te trabajo. Los moldes, los procedimientos establecidos y las indicaciones, por lo general van en contra de mi naturaleza, pero en casos como este se hacen indispensables para no perder tiempo y llegar puntual.

En el autobús el chofer de turno recibe de mala gana mi pago de estudiante pelabolas y en venganza, hace que los sintetizadores de Air, el electroclash de Fischerspooner, los deslizantes pasajes de piano de Electrelane y el folk de mi amado Nick Drake se mezclen con los infames chirridos de Maelo Ruiz, Eddie Santiago y Daddy Yankee. En ocasiones tengo la suerte de viajar en un autobús sin música y es entonces cuando empiezan mis lecciones matutinas de “slang autobusero”. Cada unidad está comunicada con las demás a través de una radio con una frecuencia exclusiva para esa línea de transporte público. He aprendido que “22” hace referencia a una especie de gran jefe, “23” a tráfico pesado (generalmente en las mañanas hay un “23” muy fuerte), “15” a pasajero y que cada unidad tiene un número asignado. Como la discreción no es algo que por lo general caracterice a las personas, más de una vez me he divertido con las discusiones entre los conductores: “34, usted no se meta, estoy hablando con el 56” o “¿cómo es la cosa 26? ¡Repita lo que dijo!”.

Después de descender de la ciudad perdida y apacible en la que vivo, el autobús se lanza en un infinito océano de vehículos que transportan a una gran cantidad de autómatas intolerantes, seguramente más estrictamente apegados a la rutina que yo. Pareciera que con la salida del sol se despertara mecánicamente en ellos un instinto desesperado que transcurridos 2 segundos sin que el carro de adelante inicie movimiento se acciona y los impulsa a tocar la bocina desaforadamente. Cambian de canal histéricamente sólo por tratar de avanzar 20 cm. contribuyendo así a las grandes trancas que se forman por el evidente exceso de vehículos que hay en la ciudad.

En el autobús también viajan personajes enigmáticos, casi literarios. El señor de mediana edad que espera el autobús en mi parada: tiene cara de expedicionario. Seguidamente tres turcos, o a veces dos o uno solo, ¿qué parentesco tendrán? Luego el hermano perdido de Gnarls Barkley. Más adelante un par de gemelos que han pasado los sesenta años. Uno se ve más conservado que el otro, no se hablan y se sientan separados, pero se bajan en el mismo lugar y por último, el guapo chico de ojos azules que habla como una vendedora de verduras del mercado libre. Una verdadera lástima.

Bajo del autobús y camino sobre los adoquines tratando de evitar los que están flojos (difícil tarea pues casi todos lo están) y como siempre mi suerte es la misma, piso uno que otro, pero nunca fallo en pisar uno premiado del que sale repentinamente un escupitajo negro y mal oliente que chispea sobre mis pantalones recién lavados o sobre mis piernas recién untadas de crema. Los adoquines junto a su oculto contenido maloliente representan la miseria y la dejadez que reina en todas las calles que transito.

Me incorporo al rebaño con mis audífonos a todo volumen para tratar de olvidarlos, diciéndome a mí misma que aunque marche junto a ellos no los sigo, que voy por mi camino, que me dirijo hacia otro lado.

Mi ocupación me salva de vivir por completo en la rutina, es cambiante y está exenta de patrones repetitivos a los que alguna vez me vi sometida y de los que agradezco haber escapado. Siento cierta compasión por aquellos que tienen que ponerse en modo automático y repetir una y otra vez la misma acción, anulándose por completo la posibilidad de utilizar el cerebro, de pensar, de reflexionar, y siento aún más compasión cuando pienso que aquello les gusta y llena sus vidas (en apariencia).

Luego del trabajo a lanzarse de nuevo, esta vez a un rebaño furibundo cansado de la jornada laboral y que quiere irse a sus casas a descansar. Como una masa compacta entran los que pueden a los vagones del tren. Paciencia y resistencia para ser introducido al vagón y luego un poco de suerte para ser expulsado justo en la estación de destino.

De vuelta al autobús. Pero el recorrido de regreso es aún más interesante pues al tráfico catastrófico y a la música infernal se suma la travesía por una calle cargada de algo que me cuestiono todas las tardes: dos funerarias y tres moteles comparten la cuadra. Carrozas fúnebres con cadáveres recién maquillados se cruzan con automóviles con parejas que casi siempre, en condiciones clandestinas, se dirigen a satisfacer por un par de horas uno de los instintos de su especie. La muerte y la lujuria flotan en la misma cuadra. Dolientes vestidos de negro dan los últimos adioses a su ser querido y en algún otro lugar hay otro “doliente” que todavía no sabe que lo es o se hace el loco, mientras en alguna habitación (en la mayoría de los casos) se consuma un adulterio.

Dos condiciones tan comunes pero tan extremadamente diferentes convergen y se rozan a lo largo de la calle Guaicaipuro. Dos ritos que se llevan a cabo en espacios físicos que se encuentran: por un lado la satisfacción del deseo y por el otro, la despedida a alguien que parte a la supuesta vida eterna.

Y así pasamos frente a estos dos paradigmas sin detenernos siquiera a pensar en ello. Sentados en el autobús, adoptándolo como una simple parte del recorrido a casa. Así como el pasajero que pasa por esta corta cuadra sin detenerse a pensar en ella, solemos pasar por la vida, sin detenernos ante ningún detalle, como quien avanza en piloto automático.