A este aplica eso de que "una imagen vale más que mil palabras". Realmente equivale a todas esas palabras que no logro articular. The Cure, grande. Agradecida.
Sunday, March 16, 2008
Monday, December 03, 2007
De no andar por la vida en piloto automático (y de lo que eso implica).
La existencia transcurre en una casi inquebrantable rutina. Las ganas de quedarse enredado entre las cobijas y la oscuridad de la minúscula habitación se ven interrumpidas cada mañana por el chirrido del despertador puesto en snooze al menos unas 5 veces. Hay noches de insomnio en las que me encuentro dando infinitas vueltas sobre la cama y alrededor de mis pensamientos. El reloj marca las 3:00 a.m., tomo el teléfono: uno, dos, cinco repiques y saco de entre las sábanas a alguien con el sueño inversamente proporcional al mío. Me agradece por despertarle, le agradezco el poco de sosiego que me brinda para poder conseguir unas horas de sueño.
1, 2, 3, 4… no puedo saltar ninguno de los pasos a seguir antes de partir a mi lugar te trabajo. Los moldes, los procedimientos establecidos y las indicaciones, por lo general van en contra de mi naturaleza, pero en casos como este se hacen indispensables para no perder tiempo y llegar puntual.
En el autobús el chofer de turno recibe de mala gana mi pago de estudiante pelabolas y en venganza, hace que los sintetizadores de Air, el electroclash de Fischerspooner, los deslizantes pasajes de piano de Electrelane y el folk de mi amado Nick Drake se mezclen con los infames chirridos de Maelo Ruiz, Eddie Santiago y Daddy Yankee. En ocasiones tengo la suerte de viajar en un autobús sin música y es entonces cuando empiezan mis lecciones matutinas de “slang autobusero”. Cada unidad está comunicada con las demás a través de una radio con una frecuencia exclusiva para esa línea de transporte público. He aprendido que “22” hace referencia a una especie de gran jefe, “23” a tráfico pesado (generalmente en las mañanas hay un “23” muy fuerte), “15” a pasajero y que cada unidad tiene un número asignado. Como la discreción no es algo que por lo general caracterice a las personas, más de una vez me he divertido con las discusiones entre los conductores: “34, usted no se meta, estoy hablando con el 56” o “¿cómo es la cosa 26? ¡Repita lo que dijo!”.
Después de descender de la ciudad perdida y apacible en la que vivo, el autobús se lanza en un infinito océano de vehículos que transportan a una gran cantidad de autómatas intolerantes, seguramente más estrictamente apegados a la rutina que yo. Pareciera que con la salida del sol se despertara mecánicamente en ellos un instinto desesperado que transcurridos 2 segundos sin que el carro de adelante inicie movimiento se acciona y los impulsa a tocar la bocina desaforadamente. Cambian de canal histéricamente sólo por tratar de avanzar 20 cm. contribuyendo así a las grandes trancas que se forman por el evidente exceso de vehículos que hay en la ciudad.
En el autobús también viajan personajes enigmáticos, casi literarios. El señor de mediana edad que espera el autobús en mi parada: tiene cara de expedicionario. Seguidamente tres turcos, o a veces dos o uno solo, ¿qué parentesco tendrán? Luego el hermano perdido de Gnarls Barkley. Más adelante un par de gemelos que han pasado los sesenta años. Uno se ve más conservado que el otro, no se hablan y se sientan separados, pero se bajan en el mismo lugar y por último, el guapo chico de ojos azules que habla como una vendedora de verduras del mercado libre. Una verdadera lástima.
Bajo del autobús y camino sobre los adoquines tratando de evitar los que están flojos (difícil tarea pues casi todos lo están) y como siempre mi suerte es la misma, piso uno que otro, pero nunca fallo en pisar uno premiado del que sale repentinamente un escupitajo negro y mal oliente que chispea sobre mis pantalones recién lavados o sobre mis piernas recién untadas de crema. Los adoquines junto a su oculto contenido maloliente representan la miseria y la dejadez que reina en todas las calles que transito.
Me incorporo al rebaño con mis audífonos a todo volumen para tratar de olvidarlos, diciéndome a mí misma que aunque marche junto a ellos no los sigo, que voy por mi camino, que me dirijo hacia otro lado.
Mi ocupación me salva de vivir por completo en la rutina, es cambiante y está exenta de patrones repetitivos a los que alguna vez me vi sometida y de los que agradezco haber escapado. Siento cierta compasión por aquellos que tienen que ponerse en modo automático y repetir una y otra vez la misma acción, anulándose por completo la posibilidad de utilizar el cerebro, de pensar, de reflexionar, y siento aún más compasión cuando pienso que aquello les gusta y llena sus vidas (en apariencia).
Luego del trabajo a lanzarse de nuevo, esta vez a un rebaño furibundo cansado de la jornada laboral y que quiere irse a sus casas a descansar. Como una masa compacta entran los que pueden a los vagones del tren. Paciencia y resistencia para ser introducido al vagón y luego un poco de suerte para ser expulsado justo en la estación de destino.
De vuelta al autobús. Pero el recorrido de regreso es aún más interesante pues al tráfico catastrófico y a la música infernal se suma la travesía por una calle cargada de algo que me cuestiono todas las tardes: dos funerarias y tres moteles comparten la cuadra. Carrozas fúnebres con cadáveres recién maquillados se cruzan con automóviles con parejas que casi siempre, en condiciones clandestinas, se dirigen a satisfacer por un par de horas uno de los instintos de su especie. La muerte y la lujuria flotan en la misma cuadra. Dolientes vestidos de negro dan los últimos adioses a su ser querido y en algún otro lugar hay otro “doliente” que todavía no sabe que lo es o se hace el loco, mientras en alguna habitación (en la mayoría de los casos) se consuma un adulterio.
Dos condiciones tan comunes pero tan extremadamente diferentes convergen y se rozan a lo largo de la calle Guaicaipuro. Dos ritos que se llevan a cabo en espacios físicos que se encuentran: por un lado la satisfacción del deseo y por el otro, la despedida a alguien que parte a la supuesta vida eterna.
Y así pasamos frente a estos dos paradigmas sin detenernos siquiera a pensar en ello. Sentados en el autobús, adoptándolo como una simple parte del recorrido a casa. Así como el pasajero que pasa por esta corta cuadra sin detenerse a pensar en ella, solemos pasar por la vida, sin detenernos ante ningún detalle, como quien avanza en piloto automático.
Tuesday, November 20, 2007
Tuesday, October 02, 2007
De andamios por estaciones de ferrocarril moradas o Sobre "Tras los adioses últimos" de Manuel Maples Arce
Los párrafos bajo estas líneas rinden un
pequeño tributo a un poema de Manuel
Maples Arce. De la pluma de alguien
que va Tras los adioses últimos.
Maples Arce. De la pluma de alguien
que va Tras los adioses últimos.
Muchas veces he tenido la ocurrencia de asociar a las personas con colores. Y así Andrés es verde militar, Diego verde fosforescente, Iván es color naranja y Gabriela es fucsia. Carla es verde también, sin embargo, no se parece en nada a Andrés. Alfredo es azul celeste y yo, particularmente, considero que soy de color morado. Morado oscuro, por favor. Nada de pastel.
Además de las personas, sé que seguramente muchas otras cosas tendrán un color que a mis instancias las identifiquen. Mi casa, por ejemplo, es azul envejecido y crema. Mi antiguo cuarto fue rosa viejo, rosa de los años cincuenta, y así lo recordaré siempre. También son de colores la música, los sabores, los olores y más recientemente le he encontrado un color a uno que otro poema.
Además de las personas, sé que seguramente muchas otras cosas tendrán un color que a mis instancias las identifiquen. Mi casa, por ejemplo, es azul envejecido y crema. Mi antiguo cuarto fue rosa viejo, rosa de los años cincuenta, y así lo recordaré siempre. También son de colores la música, los sabores, los olores y más recientemente le he encontrado un color a uno que otro poema.
Hallé, para mi deleite, un poema del mismo color que yo. Un poema morado. Sin embargo no se queda en el color. También suena. Tiene el ritmo acompasado y la cadencia del vapor impulsado hacia los pistones que apremian a las bielas para que hagan girar las ruedas en un movimiento de manivela, sacando así a la locomotora de la estación, alejándola por el horizonte y arrastrando por los rieles los vagones cargados de gente que van levantando polvo a su paso.
A ratos trato de imaginarme la locomotora. Una Baldwin, una Delaware & Hudson o quizás una vieja De Witt Clinton.
Los versos transcurren en una estación de ferrocarriles mexicana a principios de los años 20 del siglo pasado. El cuadro es color sepia, pero al blanco y al negro del sepia clásico en vez de agregársele amarillo, se le agregó algo de pigmento morado.
La tarde tiene un fuerte y penetrante olor acre que impregna los pañuelos blancos que se agitan en patrones regulares en manos de las personas que desde los andenes los utilizan en señal de despedida a los ocupantes de los carros de pasajeros. ¿Será en la del Ferrocarril Interoceánico? ¿En la del Ferrocarril al Pacífico? ¿O será en la del que va hasta Alvarado? ¿En qué estación comienza la ausencia?
Un silbato de vapor, también de color morado, anuncia la partida del ferrocarril. La clave Morse del telégrafo en la oficina envía mensajes a otras estaciones haciendo que a ratos (solamente) se rompa la distancia.
La estación se encuadra en una ciudad moderna, donde el hierro empieza a dominar y todo se va automatizando. ¿Estará impulsada aún por el vapor la locomotora que parte? O ¿estaremos despidiendo más bien a una locomotora eléctrica? El sol vespertino baña los anuncios luminosos y las vidrieras de estas calles. El aleteo mudo de los insectos pareciera tomar volumen con sólo observarlo. La vida transcurre en esta urbe sepia-morado y como es normal, poco a poco se va agotando.
Completa el cuadro un individuo que se despide de algo que ya no regresa, quedando pálido en su recuerdo. Algo que se pierde en una ciudad eléctrica y veloz; en la Estridentópolis de Manuel.
Puede parecer, sí, un tema del corazón, pero lo que para mí resalta entre todo el sepia-morado es ese tópico urbano y cosmopolita de los años 20 que vieron nacer al Estridentismo. Casi un siglo después puedo, como Manuel, estar parada en un andén, en una ciudad igual de estridente, donde ya todo es eléctrico, donde fue reemplazado el telégrafo luego de múltiples mutaciones, pero donde la ciudad sigue siendo “una ferretería espectral”. Donde ya sin ondear los pañuelos blancos nos damos los “adioses últimos”. Arrastrados por la urbe, por el “fru-fru inalámbrico” y el “ascensor eléctrico” nos alejamos de todo, de nosotros mismos. Donde sentimos una inexplicable pero permanente ausencia. La pérdida de lo que nos supera. Solos. Y al darme cuenta de esto, “despachos emotivos desangran mi interior”.
Thursday, August 23, 2007
De autobuses, paradas y horror (I)
Saturday, August 18, 2007
Saturday, July 28, 2007
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